Ramoncín
Luz de Gas, Bcn
La niñez y la adolescencia son épocas donde la carencia de información y experiencia hacen que la personalidad sea espontánea, naturalmente irreverente y, por supuesto, innata. Con inexplicables connotaciones de quién y cómo será la persona en su juventud y madurez, evidentemente, salvaguardando hechos traumáticos, o bien todo lo contrario, que puedan cambiar por completo a cualquier persona. Y, quizá, aquellos años de finales de los setenta, ochenta y mediados de los noventa fueron años de niñez, adolescencia y juventud tergiversada en madurez acelerada de una despojada sociedad que anhelaba sencillamente ‘ser’ con vehemencia infantil, autosuficiencia pubescente y engreimiento juvenil. Una sociedad acribillada por la desesperación que consiguió zurcir cada uno de esos agujeros con la inexperiencia de unas manos noveles que poco sabían de agujas e hilos, pero que, incluso cuando los zurcidos no fueron más que puntadas acabadas en nudos inseguros, confeccionaron un traje, un vestido remendado y lleno de parches de mil colores, que viste esa sociedad que habita en ésta tierra de conejos. Remiendos y arreglos que, en realidad, constituyeron piezas únicas de diseño imitadas en la actualidad pero, jamás superadas, porque la espontaneidad infantil o adolescente no sólo es imposible de emular, mucho menos plagiar, sino que esa naturalidad se convierte en un sello personal que evocaran aquellos que tuvieron la suerte de vivir o sufrir. Como en la música, aquella rebelión social ansiada de erradicar pacatos y arcaicos ritmos folclóricos que, al margen de ridículas vestimentas incómodas, no eran más que representaciones del sometimiento obsceno a la voluntad de unos pocos representantes de aquel que acabó con la riqueza cultural y social resumiéndolo en ‘una, grande y libre’.
Y, libertad y grandeza, fue lo que provocaron aquellos alocados músicos jóvenes y no tan jóvenes, libertad, la grandeza, sin embargo, la encontraron con el pasar de los años, ya anclados en una sociedad, lamentablemente, retro-madurada, casi, a aquellos cerca de cuarenta años de oscurantismo y ostracismo. Reconocimiento al talento y a la huella histórica, a su influencia social, a su creatividad, espontaneidad y, no hay duda, atrevimiento que, hoy en día, a algunos, les lleva a llenar salas frente a sus eternos y no tan eternos, por fecha de natalidad, seguidores. De entre ellos, una voz, acompañada de un indiscutible carisma provocador de amores y odios, casi en la misma medida, un indiscutible talento rememoró, actualizó y, como no podía ser de otra manera, presentó futuros temas en la no menos histórica Sala Luz de Gas de la siempre layetana ciudad, acompañado por “Los Eléctricos del Diablo” y a “La hora del Diablo”, el eterno adolescente, José Ramón Julio Márquez Martínez “Ramoncín”.
Sin maquillajes, ataviado con ropas rockeras y con la sobriedad que da ir acompañado por los increíbles músicos que le respaldan, Ramoncín, se lanzó a esa larga introducción de “Putney Bridge”, el primero de los veintiséis temas que compondrían las casi tres horas de concierto. Donde, Ramoncín, no volvió a ser Ramoncín, sino que siguió siendo ese Ramoncín que gusta de explicar el porqué y el porqué no de éste o aquel tema, de saludar a los más que considerables amigos entrañables, muchos de ellos nombres reconocidos de la industria musical, literaria y cinematográfica, repartidos en el anonimato de un respetable entre los que se consideran unos seguidores más de ese creador que rompió las reglas. Que sigue quebrando normas con la naturalidad de quién no sólo las desconoce, sino que no las tiene como ese niño que mira el mundo por primera vez pero cuyo fondo de ojo está capacitado para detectar la extorsión moral de una sociedad que, entonces y ahora, parece no haber cambiado.
Como expresó al llegar a ese inmortal tema firmado a medias con, otro grande, Pepe Risi, “La chica de la puerta 16”, amante indiscutible de ese género que ha motivado muchas de sus canciones, sigue sin comprender cómo es posible que, la problemática que denuncia esa canción, siga vigente en la actualidad. Una actualidad donde presenta, junto a Gaby Abril, el tema Derrota, adelanto de su próximo trabajo, ese donde será imposible no encontrar al Ramoncín de siempre, con la rebeldía poética expresada con la picardía y mala leche del Diablo que enseñó al Diablo, apoyado por Oscar Castelló, guitarra y coros; Miguel Jiménez, bajo; David Castelló, batería; Charley Gonzalbo, violín; Manuel silva, guitarra y coros; y Jesús Varas, piano y teclados; todos ellos de larga trayectoria profesional, componentes importantísimos del trabajo de Ramoncín, algunos desde hace ya muchos años.
Una banda, la liderada por el Diablo, cuyo contrato maldito está firmado con la tinta indeleble del hálito de su eterno público coreando “Reina de la noche”, “Ángel de cuero”, “Bajando”, “Como un susurro”, “Forjas y aceros” o, desde luego, la que puso punto final al concierto, “Hormigón, mujeres y alcohol”. Donde tras varios intentos de Ramoncín para escuchar corear a gran volumen y a capela al público, cantó con éste cada palabra del tema, sólo acallado cuando la armónica, compañera y segunda voz de Ramoncín, tomaba la batuta. Una dirección que, si quiera la ineludible atención de una joven fan emocionada intentando regalarle con la visión de su combinación, consiguió desviar un ápice de ese proceso increíble de creación, comunicación y música. El trabajo de una vida convertido en instantes mágicos de miles de existencias, muchas de ellas presentes y renovadas en esa Sala Luz de Gas de la siempre layetana ciudad, donde con el fuego de un infierno celestial, una vez más, aquel ‘rey del pollo frito’ entregó su alma al público, “Ramoncín”.
Texto: Yon Raga Kender
Fotografías: Manuel Alferez
No hay comentarios:
Publicar un comentario